En el marco de la última edición de la SEMANA NEGRA que tuvo
lugar en Gijón (Asturias) el pasado mes de julio de 2013, se desarrolló el “II Certamen Literario 50+” en el que obtuvo el Primer Accésit la autora Mara
A. Loredo con su relato titulado “Crisanto”.
Mara A. Loredo,
que ya ha frecuentado anteriormente las páginas de este blog, con este
magnífico relato: “Crisanto”, nos
seduce una vez más con su característica cadencia narrativa trasladándonos inevitablemente
al centro del escenario de la historia que nos cuenta para hacernos participar
de su argumento.
CRISANTO
Como
un sabueso que rastrea la presa, Crisanto levanta la cara y mira alrededor al
salir del coche. Olfatea el mar. Coloca el índice y el pulgar en los extremos
de los labios y tira hacia abajo acusando más el rictus de su boca.
Paladea el sabor
a sal.
Paga
al taxista y continúa a pie. Tras doblar el recodo divisa el faro entre la
bruma que lo cubre. Para verlo mejor ajusta las gafas a su nariz aguileña,
mientras recuerda las salvajadas que tuvo que aguantar sobre ella estando
encerrado.
Con
su andar encorvado llega hasta el punto. Se detiene. Contempla desde la altura
el verde lechoso del agua chocando contra las rocas y la velocidad de la espuma
al elevarse varios metros.
Se
acerca más al acantilado y pone los pies justo al borde; un latigazo traspasa
su cuerpo. En la zona más escarpada, Crisanto, estático, percibe el incesante
movimiento del mar que lo reclama. Cierra los ojos y se retira unos pasos.
¿Por
qué no pudo demostrar que no fue él?
¡Aquel
abogaducho que le adjudicaron tuvo la culpa!
Había
trabajado en diferentes faros por el Mediterráneo, sin embargo, Crisanto
ansiaba ser el señor del mar en uno del norte, batido por grandes olas.
Cuando obtuvo un
puesto de farero en el Cantábrico la felicidad le pareció a su alcance.
Pero llegó solo, su novia de toda la vida había decidido
en el último momento que no estaba dispuesta a abandonar su tierra. Y aquel
verano, con manos temblorosas por abrir las cerraduras, Crisanto tomó posesión
del faro resentido contra las mujeres en general.
Siempre huraño bajaba hasta el bar a emborracharse. En
poco tiempo logró que unos lo evitaran y el resto lo ignorasen. Así se
convirtió en ‹‹El Farero››, aislado, incapaz de entablar relaciones. Por
contraste, buscaba la compensación en los despeñaderos, entre los cortes más
verticales por el estrecho camino de acceso al faro. Consciente del peligro,
desafiar el terreno era lo único que le hacía sentirse vivo. Pese a ello, las
experiencias del mar, el viento y la lluvia por compañeros, con el paso de las
estaciones comenzaron a perder para él la primitiva intensidad.
La
conoció tras subir gateando, agarrado a un aligustre, para con un impulso final
llegar al camino y conseguir dejar atrás el abismo. Oliva le contemplaba al
lado del precipicio, con sus manos cruzadas sobre el pecho, y expresión de
admiración en el rostro. Ella aplaudió al hombre triunfador, en el instante en
que, de un salto, Crisanto se ponía en pie. Ocupado en desafiar al vacío no la
había visto.
Vivía
en la casa más cercana al faro y se
había acercado para ofrecerle productos de su huerto.
―Son
patatas de riñón, las mejores. También tengo tomates estupendos.
La
juventud de Oliva y su tez morena le devolvieron el deseo de compañía femenina.
Obsesionado con la joven, temeroso de perderla, al poco tiempo le pidió que se casaran:
―Ninguno
tenemos familia, será poco más que ir al cura y firmar― le dijo al proponerle
que se mudase a vivir a la casa del faro.
No
obstante, receloso de que le abandonasen de nuevo, él era incapaz de
desprenderse de sus obsesiones. Dificultaba que ella se acercase al pueblo.
Un día, en el bar, permanecía sentado con su botella de
orujo delante y alguien contaba una historia. Cuernos, en el aire quedó la palabra. Su mirada oblicua se refugió
en el fondo de su vaso. Mientras hundía el cuello en los hombros, le pareció
que su espalda se convertía en el centro de las risas de los parroquianos.
Ya
había pasado la novedad de tener a Oliva cerca, y el carácter misántropo de
Crisanto volvió a resurgir. Entre celos y silencios pasaba de ignorarla a
despreciarla; ella no se adaptaba a aquel tipo de vida en el faro y, para
colmo, la boda no llegaba… Entretanto Oliva quedó embarazada. Se lo dijo con
temor, casi en un susurro. Y la reacción de él no se hizo esperar:
―Quién
me dice que es mío, a saber, o te deshaces de él o te largas con tu bastardo.
Oliva
tardó en comprender el significado de la frase. Suplicó entre lágrimas… Aquella
misma noche, Crisanto la echó de la casa del faro.
Supo
que tuvo un chaval. En
una ocasión tropezó con la partera:
―Farero, no
lo puedes negar: el chiquillo es igual que tú ―le dijo.
Crisanto no
respondió.
Alguna vez
distinguió de lejos a Oliva con el muchacho. Crisanto siguió por el sendero
montado en su “Iso”. También la vio paseando por los alrededores del faro.
Muy
atrás quedaron los tiempos en que se levantaba por las mañanas con ilusión. En
el primer destino de farero, había limpiado los lentes de Fresnél con mimo. Atendía a la linterna. Revisaba con dedicación el
sofisticado mecanismo giratorio, para que no fallase. Se había sentido un héroe
orientando a los navíos.
Entre
los acantilados y el faro Crisanto subsistía dejando transcurrir los años. No
obstante, se ganaba unas pesetas extras arreglando cualquier aparato de óptica
que llevase lentes en su interior; de esa manera, iba haciendo unos ahorros
para su cercano retiro. Únicamente hablaba con sus clientes. Y lo preciso.
Un atardecer cuando subía por las escaleras de hierro
advirtió un ruido seco diferente a los habituales del faro. Puso atención.
Entonces le pareció notar el eco de pasos acelerados por debajo. No tenía
ningún arreglo pendiente. Le traerían un trabajo nuevo. Agudizó el oído. Pero
los sonidos cesaron. Siguió subiendo
hasta llegar a una estrecha escalerilla vertical, para acceder al corazón del
faro antes de que cayera totalmente la noche. Revisó la gran linterna de
cristales circulares. Todo en orden.
Por
el oeste aún se distinguía el rojo del sol ocultándose tras el mar dejando el
cielo teñido de magentas.
Con
el cigarrillo apagado en la comisura de los labios, Crisanto dio por finalizada
su ronda. Llegó al primer peldaño de la escalera de caracol con su rictus de
amargado, y las manos sucias de andar limpiando los engranajes y no lavárselas
durante días. Miró sus pies enfundados en unas zapatillas de cuadros por las
que asomaba el dedo gordo, comenzó a bajar, ni se molestaba en ponerse zapatos.
―
¿Para qué? ―A fuerza de vivir solo tantos años, se había acostumbrado a hablar
en alto para escuchar una voz.
Porque
la soñada melodía de un mar bravo, se había convertido para él en un rugido
insufrible, que lo envolvía pegado a su piel llegando a desquiciarle.
Afuera
era de noche.
Y Crisanto, sin querer, mentalmente repasaba los segundos
del giro del haz de luz, los tenía incrustados en su cabeza. Le taladraban sin
poder evitarlo. Uno, dos, tres, uno… ocho, nueve; u-n-o, d-o-s, t-r-e-s…
¡Odiaba; la odiaba, odiaba aquella cadencia! Bordeando la cordura, hermético en
su obsesivo contar, trastabilló con algo en uno de los peldaños en medio de la
escalera.
― ¡Cago
en…! ―retumbó su voz en el interior del faro.
Introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y buscó la
caja de cerillas. Con sus uñas ennegrecidas Crisanto rascó una y acercó la
llama al bulto.
― Pero, ¿Qué…?
Atravesada en dos escalones, Oliva, con irregular
respiración, emitía unos sonidos como jamás había oído. ¿Qué hacia ella allí?
La cerilla le quemó la yema de los dedos. Encendió una más y la acercó a su
cara.
En
principio, no se atrevió a moverse. Permaneció arqueado ante ella que lo miraba
sin expresión en sus ojos muy abiertos. Una cuerda rodeaba su cuello. ¿Quién le
había hecho aquello? Aunque pensándolo bien… a él ¿Qué le importaba? Seguro que
ella se lo había buscado. El reflejo del haz de luz iluminaba la escalera del
interior del faro alternando la luminosidad con la negrura, Crisanto no gastó
ninguna cerilla más.
De
pronto una idea le asaltó ¿Le culparían de aquello?, ¡Seguro!. Todo el mundo
sabía que habían tenido que ver. Sacudió la cabeza. Debía alejarla de allí.
Bajó
a por la gran saca con la que protegía los lentes para repararlos, y al volver
a subir la respiración ronca y silbante de Oliva delataba que aún vivía. No le
importó. Tenía que quitarse el problema de encima. Era su único pensamiento.
Con toda su fuerza metió la saca por debajo de Oliva y la cerró dentro.
Apretó
los nudos. Comenzó a arrastrarla.
Cada
impacto seco le indicaba un peldaño bajado, Crisanto se animaba y tiraba más
fuerte. Llegó al final de la escalera. Un último peldaño.
Y… ¿Qué hacía con ella? ¿Tirarla al mar?. Escuchó las
olas que estallaban contra el acantilado, la marejada se abatía sobre la costa
esa noche. Lo desechó, el mar la devolvería.
Se detuvo a cavilar. Había deseado
apartarla de su vida, pero no, ella se obstinaba en pasar por delante del faro,
enseñarle ese bastardo que se había empeñado en tener. Aunque el odio que
ofuscaba su mente nublaba sus ideas, Crisanto se aferró a una que le pareció
sublime. Haría desaparecer para siempre a Oliva. Conocía el lugar perfecto.
Nadie la encontraría jamás.
Arrastró la saca fuera del faro y cargó a Oliva sobre su
moto. La ató con varios cordajes y arrancó. Avanzó entre la niebla por el
zigzagueante sendero de acceso al faro, cuando llegó a su parte más estrecha se
detuvo.
Lanzó
el bulto al suelo.
Calculó
la distancia hasta el primer arbusto sobresaliente dentro del precipicio.
Empujó.
El
sonido de la caída quedó absorbido por el rugido del mar. Con tres saltos bajó
hasta la saca. Volvió a empujar con fuerza.
El
peso se deslizó, arrollándole por un instante a él también, hasta chocar contra
las voluminosas piedras que sobresalían de la vertical. La encina enraizada en
ellas ocultaba totalmente la entrada.
El
golpe de una ola rompiendo abajo contra las rocas lo devolvió a la realidad.
¿Y
si Oliva seguía viva? Acaso pudiese hacer algo por salvarla. Descartó la idea.
Continuó arrastrando la saca dentro de la grieta abierta
en el precipicio, Crisanto conocía cada recoveco de la cueva que se abría
detrás.
Cuando soltó a Oliva, Crisanto se encaramó por la pared,
ni un solo tropiezo tuvieron sus pies en esta ocasión.
No
se molestó en arrancar la moto, sujetándola por el manillar, regresó de nuevo
al faro. La humedad de la noche formaba pequeñas gotas sobre el sillín. Y el
haz de luz en su giro sin fin, a intervalos, inundaba de claridad el entorno.
No
pensó más en Oliva.
Fue
el chico el que había alertado a los vecinos porque su madre faltaba de casa.
La policía pasó por el faro para preguntarle si Oliva lo había visitado.
Peinaron
la zona y revisaron el acantilado en los primeros días de la búsqueda.
Encontraron el cadáver. Lo acusaron a él. Nadie creyó su
versión.
Ni su abogado.
MARA A. LOREDO
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Momento en que Mara A. Loredo recibe el Accesit del“II Certamen Literario 50+”por su relato "Crisanto" |