Relato de MARA A. LOREDO
Primer Premio del VII concurso de relatos breves "María de las Alas Pumariño"
AQUELLA PROFESIÓN
DE HOMBRES
Cuando Martina empujó la puerta de roble, a la
altura de los ojos, la luz incidió sobre una placa dorada: M. Barcalano y
asociadas. Sonrió.
La misma
sonrisa que había iluminado su rostro a través de los años, al colocar con
fuerza sus tacones sobre la entrada y detener la mirada, por un instante, en el
latón y la letra inglesa.
―Pero es que usted no comprende que no es normal.
Tiene que acabar en: o ese, y no en: a ese. No suena bien. Siempre se ha hecho
así ―decía el grabador, señalando con el índice y tocando con fuerza la o, una
y otra vez, a la joven que le estaba pidiendo, a su entender, semejante
estupidez.
―Quiero que ponga asociadas. No me interesa si a
usted le suena bien a sus oídos. Haga el favor de poner una a ―Martina abría
los ojos de asombro, sin poder explicarse la razón por la que le discutía lo
que ella había encargado.
Desde entonces, y ya habían pasado muchos años, la
misma placa la acompañó a medida que se había ido mudando y ampliaba el número
de socias.
Pasó al lado de un grueso álbum de piel marrón,
abierto sobre un atril en la esquina del recibidor. Era la muestra gráfica del
prestigio alcanzado por Martina. En sus fotografías aparecía recibiendo
medallas, nombramientos por universidades, y, hasta un par de presidentes de
gobierno extranjeros le daban la mano. Los títulos, diplomas, ponencias en
congresos, cubrían las paredes.
¿Por qué razón los mantenía visibles? la única
concesión que había realizado a su ego. En alguna ocasión los había retirado, pero
al argumentar sus socias que debían continuar allí, ella claudicó encogiéndose
de hombros. Sin embargo, la realidad era que un secreto bálsamo de complacencia
la inundaba.
―Martina, hay un acto en memoria del antiguo
diputado al que deberías ir, el anciano político local ―le recordó Carlos, su
ayudante, al verla.
―Gracias, sé de quien me hablas ―respondió
escueta. Carlos la miró a los ojos; le había resultado extraño el tono de voz y
no dijo más.
Martina entró en el despacho, se dejó caer en el
ergonómico asiento ante la mesa repleta de documentos, su altura cubría un
pequeño portarretratos con la familia. De pronto giró el sillón hasta encararse
con las estanterías. Frente a ella su historia profesional.
Una vez más se hizo la pregunta que la acompañaba
desde unas horas atrás, mientras las turbulencias jugaban con el avión en el
que regresaba a casa.
¿Mereció la pena?
La respuesta se presentó a modo de más preguntas
¿Cómo ocurrió? ¿Cómo logró sobrevivir en un mundo de hombres, en una época en
que la vida no era fácil para las mujeres emprendedoras?
Al recordar que había sido pionera, como un
latigazo, el vértigo del tiempo la sobresaltó. Llegó tan veloz que la inquietó
de lo lento y a la vez lo rápido que había pasado y de la huellas que no solo
habían dejado surcos en su piel.
Respiró hondo y recogió la prensa del lateral de
la mesa. Abrió varios periódicos. Ante ella se desplegaron sucesivamente
editoriales, artículos, cartas; leyó todo lo dedicado al político desaparecido
no hacía mucho.
Ante tanta alabanza, Martina bajó la cabeza
meditando la otra realidad del personaje. La silenciada. La que nadie,
probablemente, habría comentado nunca más. La que no tuvo ni la más mínima
importancia porque, total, había sido dedicada a una mujer.
Movió la mano
ante su frente para no pensar, apartar aquel flash de su cabeza, pero sin poder
remediarlo, el recuerdo se hizo presente con toda la fuerza. Una transferencia
de su cerebro que parecía querer desafiarla, haciendo presente un pasado
remoto; y Martina sucumbió al dolor de la herida, abierta aún, sin ella
saberlo, en su subconsciente. Daño producido por uno de los mejores amigos de
su padre. Amigo al que su madre había invitado en tantas ocasiones a la mesa, y
al que ella había conocido desde niña.
De golpe se vio a sí misma entrando en la mal
iluminada sala. Con la reciente aprobada Constitución, el derecho de asociación
existía por fin. Recordó que se había enterado de la reunión de manera casual
al encontrar a un par de colegas. Habían sido citados con carácter urgente,
explicaron. Reunión a la que no se la había convocado, por error creyó Martina.
Asistió, con toda la inocencia de sus veintiseis años. Ella no podía faltar
porque la presidía el amigo, que junto a su padre, habían ayudado a organizar
en la clandestinidad debates sobre la lucha por los derechos de los
trabajadores de su profesión. Martina había crecido entre aquel ambiente.
Sintió calor en las mejillas ante la apología
vertida por la prensa con los logros del político y percibió que sus latidos se
aceleraban mientras leía los párrafos relatados por él mismo en sus memorias,
explicando su salto a la política desde el asociacionismo. Martina rememoró el
vacío que se formó al entrar ella en la sala. Nadie respondió a su saludo.
Supuso que trataban, una vez más, cómo dignificar su profesión. La que había
heredado de su padre. Y se encontró la realidad: conspirar, sin ella saberlo,
para impedirle desarrollar la labor empresarial en aquel campo. Martina daba en
ese mundo sus primeros pasos para evitar una mala venta o inclusive la ruina
familiar. Porque, ¡Oh!, ironías de la vida, no existía un varón que continuase
con la empresa. Únicamente había una mujer, que era ella, empleados, y gastos.
En un, hasta entonces, círculo masculino cerrado.
Martina tardó en comprender lo que estaba
escuchando. Un único orden del día: retirarle su acreditación profesional.
Pero, ¿Qué se creían aquellos hombres que hablaban mientras dirigían sus
miradas ceñudas hacia ella? Vertían palabras de desprecio y todos sus
argumentos se concentraban en que era una mujer.
Se le agolpó la
sangre en las sienes con el recuerdo del instante en que se puso en pié, y con
el dolor aún por el fallecimiento inesperado de su padre, sacando toda la energía
de los ancestros de las mujeres de su familia, en tono grave, muy despacio y
vocalizando perfectamente les dijo:
―Probablmente yo sea una de las pocas personas de
esta sala a la que los estudios la respaldan con una cualificación profesional.
Y con ustedes o sin ustedes, dado que estoy constituida legalmente como
empresa, y a partir de hoy, muy probablemente sin ustedes y sin ti “amigo” ―clavó
sus ojos en él―, continuaré la labor empresarial de mi predecesor ―dijo, antes
de dar media vuelta, erguir su figura como si quisiera crecer y abandonar una
sala que por unos segundos había quedado enmudecida.
Salió del
edificio con ojos enrojecidos, no por lágrimas, sino por lo que consideraba una
traición a su familia y a su dignidad de persona. Aquella confabulación marcó
su trayectoria posterior, un motor
interno para no arredrarse jamás ante nadie y convertirse en la mejor
profesional que ella podía llegar a ser.
Unido al trabajo de Martina y su grupo, aquellos
instantes, sirvieron indirectamente para abrir caminos a otras mujeres. Ella
siempre ha comentado que la suerte resultó una aliada y la acompañó desde aquel
día. Quizás la suerte y quizás su trabajo basado en el equipo y la
colaboración.
En el despacho contiguo, Martina escuchó la risa
de Raquel, su hija. Cerraba un trato importante. Reclinó la parte superior del
cuerpo sobre el respaldo. Cerró los ojos y dejó a su imaginación dibujar la
figura de su nieto pequeño cuando explicaba que quería ser como la abuela y,
además, los fines de semana nadar con tiburones. Se esponjó de satisfacción.
De repente, Martina sintió erizarse la piel al
notar el aliento en su espalda de la jubilación próxima y se preguntó de nuevo
si mereció la pena.
Y decidió que sí.