LLEGARON...
Relato MÓNICA CASADO FOLGADO
Ilustraciones ELVIS ARÓN SÁNCHEZ PEREDA
Todo comenzó con
una noticia. Una mañana cualquiera de mayo, los telediarios anunciaron un
escape en una planta de depósitos radiactivos perdida en algún profundo bosque
de los Estados Unidos. La fuga resultaría desastrosa a escala global.
La información que
nos llegaba era fragmentada e incierta; se hablaba de una enfermedad que se
extendía rápidamente por todo el continente americano, se hablaba de ciudades,
de pueblos desiertos durante el día y cuyos enfermos cobraban vida al
atardecer. Pronto las redes sociales, medios de comunicación e incluso internet
dejaron de funcionar. De América solo llegaba silencio.
Pasaron varias
semanas, y el pánico era ya generalizado. No se sabía nada del otro lado del
Atlántico, los vuelos habían sido suspendidos y los que tenían familiares allá
apenas podían contener su angustia.
Un carguero arribó
en el puerto de Gijón, como un fantasma, una tarde de junio, meses después del
comienzo del silencio. Los operarios del Musel no daban crédito. El barco
parecía totalmente abandonado, y ninguna de las personas allí presentes se
atrevía a subir e inspeccionar lo que contenía. Al caer la noche, despejados ya
los alrededores de curiosos, unas sombras negras, reptantes y sibilantes,
bajaron a tierra. La plaga había llegado a Europa.
Las alarmas se
dispararon. Nos sacaron de nuestras casas y dio comienzo la evacuación de miles
de personas hacia campos de refugiados en los países nórdicos. Europa se había
estado preparando para esta situación, y estaba claro que los líderes de las
naciones más poderosas ocultaban la verdad de lo sucedido en aquella planta de
residuos radiactivos al mundo.
Sin embargo, ni
siquiera las medidas adoptadas por la Unión Europea pudieron frenar la
expansión de la enfermedad, que ahora sabíamos, se contagiaba mediante el
mordisco de los afectados a la gente sana. Estos, convertidos en sombras grises
y aulladoras, cazaban sin descanso noche tras noche, empujando a los
supervivientes cada vez más al norte sin posibilidad de huida. Pronto llegaron
al área en la que se situaban los campos de refugiados.
Una noche, sus
aullidos próximos nos despertaron, y sin ser siquiera capaces de recoger
nuestras pertenencias, nos vimos obligados a huir como animales por los bosques
que nos rodeaban. Nos dispersamos y nos dieron caza uno a uno. Hacía horas que
mis padres se habían quedado atrás, y yo solo podía seguir corriendo hacia
delante, escuchando sus aullidos tras de mí. No sabía que más hacer, así que,
cansada, trepé como pude a un altísimo pino y me agarré con mis últimas fuerzas.
Entonces lo vi.
Parecía un
fantasma, con grandes pliegues translúcidos de tejido orgánico ondeando sin
viento que los moviera a su alrededor. Me recordaba a una medusa. Tenía una
extraña lágrima violeta en lo que podría haber sido su cabeza, y me dio la
impresión de que vigilaba la cacería que tenía lugar por todo el valle boscoso
a nuestros pies. Repentinamente giró y me miró sin ojos. Me estaba viendo.
Supe que iba a
morir. Se dirigió hacia mí agresivamente, con tan buena suerte por mi parte
que, justo cuando iba a alcanzarme, la rama sobre la que se sostenía mi pie
izquierdo cedió, obligándome en un acto reflejo a agarrarme más fuerte al árbol
y apartándome de la trayectoria de aquel ser. En mi búsqueda de estabilidad,
agarré con la mano sin pensarlo la lágrima de la cabeza de aquella cosa. Me
sorprendí, al contrario de lo que esperaba, era fría al tacto, y dura como el
cristal. Falló de nuevo la rama bajo mi pierna derecha, y caí sin remedio,
arrancando la lágrima del tejido orgánico y arrastrándola conmigo. El ser
desapareció con un chasquido en el aire, y yo aterricé entre las ramas,
asiéndome desesperada al tronco. Todo sucedió en apenas unos segundos.
Los aullidos habían
cesado.
Bajé del árbol y me
encontré con más supervivientes que, al parecer, habían tenido la misma idea
que yo. Uno de ellos era un comandante del ejército estadounidense que había
huido del continente americano antes de que la plaga se extendiese y obligase a
cortar toda vía de comunicación. Un avión militar, del tipo que se ve en las
películas de Marvel, aterrizó en un claro y nos recogió.
Nos llevaron a una
de esas bases supersecretas de película en el interior de una montaña, a saber
dónde. Allí nos recibió un equipo con batas blancas y nos tuvieron en
observación unas horas. Tras descansar, nos llevaron a una sala de reuniones y
nos explicaron lo que había estado sucediendo durante las últimas semanas.
Lo resumiré en una
palabra: extraterrestres. La fuga de la planta radiactiva no había sido más que
un plan magistralmente hilado por ellos para convertir la raza humana en sus
sirvientes y unir el planeta Tierra a su red de planetas conquistados. Habían
lanzado un comunicado a nivel global que las autoridades de cada nación habían
bloqueado para evitar que llegara a la gente de a pie. Así habíamos terminado.
Los gobiernos y ejércitos habían tenido que contemplar la devastación causada
por aquellos seres, sin tener ni idea de cómo frenarlos o acabar con ellos,
pues las balas los atravesaban como agua. Sin embargo, parecía que yo había
dado con la solución.
Relaté lo que había
experimentado: las lágrimas de cristal, mi sospecha de que uno solo podía
controlar mediante esos dispositivos a un grupo de humanos infectados.
Basándose en esta hipótesis, se llevaron a cabo pruebas, hasta el punto en que
fuimos capaces de capturar a uno de esos seres vivo, y comprobar que nuestras
sospechas eran correctas. Los seres extraterestres morían al verse separados de
su lágrima correspondiente.
Tras meses de duro
entrenamiento, al que me dediqué completamente, y contraofensivas con éxito por
parte del bando humano, descubrimos que los seres guardaban un dispositivo
crucial para la guerra en una cueva situada en una formación rocosa en algún
punto el desierto del Sáhara. Allí había algo que podría ayudarlos a
destruirlos de una vez por todas.
Partimos desde la
base hacia el objetivo en un avión como el que me había llevado allí la primera
vez. Cuando llegamos, el calor era infernal. Nuestros tanques se habían situado
alrededor de la entrada de la cueva, nuestros aviones sobrevolaban el terreno,
vigilantes. Sin embargo, ni un solo ser extraterrestre o humano infectado había
aparecido. Yo formaba parte del comando encargado de entrar a la cueva y
conseguir el dispositivo que nos haría ganar esta guerra.
Con nuestras armas
cargadas, entramos a la gruta. Caminamos unos cientos de metros hundiéndonos
cada vez más en la tierra. Ningún enemigo a la vista aún, y mi mente calculaba
las posibilidades de caer en una trampa.
Pasada una media
hora de caminar a buen paso hacia las entrañas de la gruta, vislumbré unos
sensores a los lados del pasadizo. Mis sentidos se dispararon, y aunque yo paré
justo a tiempo, mis compañeros siguieron adelante. El rugido que se oyó al
salir el fuego despedido de las paredes ahogó mi grito. Mis compañeros cayeron
achicharrados al instante. Me senté en el suelo, en estado de shock. Ningún
entrenamiento te preparaba para algo así.
El fuego no paraba,
y caí en la cuenta de que mi única posibilidad de conseguir el dispositivo era
cruzar aquella muralla ardiente. Había un paso minúsculo entre la cortina de
fuego y el suelo. Comencé a avanzar rápidamente con mi barriga pegada al suelo.
El calor me mordía la carne de la espalda, y aunque el pelo estaba protegido
por el casco, éste me quemaba como un hierro al rojo en la cabeza. Sorteé los
cuerpos achicharrados de mis compañeros, y en lo que me pareció una eternidad,
llegué al otro lado. De rodillas, me quité en cuanto pude el casco ardiente,
mientras sentía que mi espalda carbonizada me mataba.
Avancé
trastabillando. Allí estaba el dispositivo, anclado en una maraña de tejido
orgánico y cables brillantes. Tenía la forma de un huevo aplanado y relucía con
el mismo tono violáceo que las lágrimas de los seres invasores. Lo arranqué, y
el fuego del corredor a mi espalda se apagó. Subí el túnel como en un sueño,
sin sentir el dolor de mi carne quemada, y llegué al exterior. Uno de mis
camaradas se acercó corriendo enarbolando una mueca de espanto. Más gente se
acercó. Acerté a vislumbrar, entre la bruma que cada vez me envolvía más, el
rostro del comandante, y le entregué el dispositivo. Me sonrió.
De repente, sonó
una explosión, y alcancé a ver algunos de nuestros tanques volando por los
aires, incendiados. Se me cerraban los ojos de cansancio, y noté cómo era
desplazada lejos de mis compañeros. Unos blandos tirones me levantaron en el
aire, y yo cada vez me iba hundiendo más en una fresca nada, lejos del ruido…
Perdí el
conocimiento completamente cuando el ser terminó de engullirme del todo.
* * *