LA
AFRENTA
Un relato de Mónica CASADO FOLGADO
ilustrado por Carmen BUSTILLO BERNALDO DE QUIRÓS
La
gente del pueblo cantaba, comía y reía a lo largo y ancho de la plaza. Gregorio
observaba a la muchedumbre, sentado en un banco de madera y sosteniendo su
bastón con ambas manos, ofreciendo una visión de seguridad y poder. No en vano,
él había pagado aquel convite.
Los
años posteriores a la guerra habían sido duros, pero eso no le había impedido
mantener a su familia. El día en que unos desgraciados destrozaron su fragua y
huyeron dejándole sin negocio y con su mujer embarazada al borde de un ataque
de nervios, Gregorio montó en su mula y viajó más allá de la frontera con
Portugal. Volvió con una bolsa de dinero, una escopeta y tres pulgares de más
en los bolsillos.
Nadie
volvió a molestarlo, y él continuó con sus viajes. La familia creció y él fue
envejeciendo junto a su esposa. Ahora, orgulloso, veía a su nieta bailar con su
vestido nuevo revoloteando alrededor y a su nuevo marido intentando seguir los
pasos de una de tantas jotas. La felicidad, ese día, era de todos.
De
repente, se escuchó un disparo y la gente enloqueció de terror. Todos corrieron
a esconderse, chocando unos contra otros en medio del caos. Muchos
desaparecieron por las calles que salían de la plaza, pero otros se arrimaron a
las paredes de las casas o se asomaron a las ventanas, observando, temerosos,
al hombre que sujetaba a la nieta de Gregorio.
La
tenía agarrada contra sí de forma que los brazos de ella quedaban
inmovilizados, así que por más que la muchacha se revolviese furiosa, no era
capaz de escapar de su captor. Él, con una de sus manos, sujetaba una pistola. Gregorio
reconoció al sujeto.
—¿Germán?—preguntó.
Sin embargo, el hombre estaba demasiado ocupado hablándole a la chica como para
escucharle.
—Eres
una zorra—le susurraba él—, deberías haberte casado conmigo y no con ese patán.
Vas a lamentarlo.
—¡Germán!—exclamó
Gregorio. El hombre perdió la atención al escuchar al anciano, y en ese momento
la chica aprovechó para darle un pisotón. Él se dobló, dolorido, y dejó caer el
arma al suelo. Ella la recogió y corrió hasta su abuelo, que la abrazó. Acto
seguido, la muchacha apuntó a Germán con la pistola. El hombre estaba
enloquecido de rabia.
—¡Maldita
bruja! ¡Esto no acaba aquí! ¡Te voy a descuartizar y no serás capaz de volver a
juntar los pedazos! Asquerosa…
—Cállate—interrumpió
el anciano. Se hizo el silencio en la plaza. Germán pareció recuperar
mínimamente la compostura y miró fijamente al abuelo. —Has venido a la boda de
mi nieta y le has estropeado la fiesta a todo el mundo. No va a quedar
así.—Gregorio inspiró hondo.—Esta noche, junto al río. Lleva un arma si lo
deseas.
Le
hizo un gesto a su nieta y ella, obediente, tiró la pistola hacia Germán. Este
se había quedado más blanco que la sosa, probablemente por la sorpresa; se
agachó y recogió el arma que había aterrizado a sus pies. Gregorio y la
muchacha se dieron la vuelta y desaparecieron por una de las calles.
Al
atardecer, en casa del abuelo, todos cenaron en un tenso silencio. Cuando
terminaron, él sacó su vieja navaja de un cajón y comenzó a afilarla frente al
fuego. La familia aguardaba y observaba, rodeándole como estatuas de piedra.
Gregorio pasó el dedo por el filo, comprobando el resultado. Lo dio por bueno.
Su
nieta se adelantó y se arrodilló ante él. Tomó con respeto la navaja y besó la
hoja para luego devolvérsela. Miró a su abuelo fijamente a los ojos.
—Ya
sabes qué hacer—susurró ella.
Gregorio
caminaba por el bosque con dificultad, intentando no tropezar con los arbustos
y la maleza. Llegó al único claro que se podía encontrar junto al río y halló a
Germán esperándole. Bajo la luz de la luna, parecía mucho más delgado y
nervioso que aquella tarde; la pistola relucía en sus manos. Los separaban unos
cuantos metros, pero se podían ver a la perfección la cara. El más joven estaba
asustado, el más viejo aguardaba con una calma que parecía casi forzada.
Gregorio
sacó la navaja con un movimiento sorprendentemente fluido y ágil para su edad.
Germán levantó la pistola rápidamente, de forma que el temblor de su brazo se
trasladaba al arma. Al anciano solo le faltaba relamerse.
—Germán…
¿Estás asustado?
El
joven seguía temblando a la vez que una mancha de orín se extendía por la tela
de sus pantalones, visible incluso en la oscuridad. Su dedo comenzó a moverse
sobre el gatillo, sudoroso. Estaba dudando.
—Si
no me matas tú, te mataré yo a ti— dijo Gregorio. Una mueca de odio acudió al
rostro del joven, que tensó el brazo y se preparó para disparar.
Se
escuchó un ruido húmedo y luego algo duro rompiéndose. El sonido de un disparo
reverberó por todo el bosque.
Gregorio
observó cómo Germán quedaba tieso como una tabla para, a continuación, caer
muerto al suelo. De pie junto al cadáver se hallaba su nieta, con el brazo
manchado hasta el codo de sangre y el corazón de su ex amante en la mano. Ella
tenía la mirada puesta sobre los restos de Germán, pero alzó la cabeza y clavó
los ojos en su abuelo. Gregorio le sonrió orgulloso y ella le sonrió de vuelta.
La muchacha pasó sobre el muerto de una zancada y llegó hasta su abuelo, que la
abrazó. Juntos tomaron el camino por el que él había llegado anteriormente,
dejando el cuerpo del joven atrás.